Brushland, Southern Uplands
20 de Febrero, 1631
No podía salir. Pero tampoco le importaba, pues sabía que tras aquella puerta encontraría a su esposo. De hecho, dadas las circunstancias, prefería quedarse allí sin comer ni beber una semana entera a traspasar la puerta y soportar, una vez más, la ira del conde. «Una vida feliz», le decían. «No estás en posición de negarte, chiquilla», le dijeron. «Es un gran hombre, yo en tu lugar estaría eufórica», repetían las relamidas de sus primas. Estaba claro que no tenían ni la más mínima idea de la posición en la que se encontraba. No entendía por qué debía de unirse en matrimonio tan pronto, si tan solo tenía 16 años y no había podido disfrutar su infancia todo lo que habría deseado. Sola en la oscura torre, tan solo iluminada por la tenue luz de la luna que entraba por la pequeña rendija de la pared de piedra, recordaba cómo el destino le había conducido hasta aquel lugar, cómo había pasado de ser la princesa de Escocia a la criada y sirvienta de un maldito conde inglés.
Cuando su padre llegó a Cumnock, supo al instante por su cara que no portaba buenas noticias. Tras enterarse de los planes de su boda, Anne de Bruce no se encontraba de buen humor. Sabía que la unión significaría un gran paso para Escocia, pero no daba crédito a que su padre no le hubiera comentado nada del acuerdo antes de concertarlo con el rey John. Lo único que consiguió con su perseverancia, fue que se instalaran en un castillo entre la costa de las Southern Uplands y el lago Ryan, a pesar de las objeciones del conde, quien era reacio a permanecer en territorio escocés.
Además, al mal humor se le sumó el miedo, causado por los rumores que circulaban y sobre los cuales “casualmente” escuchó hablar a dos sirvientas del castillo sobre las fechorías del conde de Brushwell. No daba crédito a las historias que circulaban, y recordó que era imposible que su padre, que le tenía un gran afecto, la hubiera entregado a tan horrible hombre. Pensó que debían de ser rumores transmitidos por malas lenguas, pero al verlo en la ceremonia nupcial, se le borraron todas las dudas. A pesar de estar dotado de gran belleza, tenía un porte temible, y no le cabía duda de que arremetería contra cualquier persona que se interpusiese en su camino, ya fuera hombre o mujer.
La boda fue espléndida. Todos los nobles de gran rango habían acudido de Escocia e Inglaterra, ni si quiera Irlanda se quería perder la gran unión entre los dos países. Incluso llegó a sentir una pequeña felicidad, pero esta no duró mucho; el conde de los rumores que había oído no tardó en aparecer.
A las pocas semanas, se dio cuenta de que Duncan London era tan despiadado como en las historias que había oído, e incluso podría decirse que parecía el mismísimo demonio en persona.
Cada día que pasaba a su lado, le daban ganas de arrojarse por el acantilado que había a un lado del castillo. Hasta que un día, por desgracia, decidió hacerlo. Desde la tremenda paliza a la que fue sometida por el conde, y los largos días sin poder probar bocado, decidió hacer todo lo posible por mantenerse alejada de él y no acrecentar su ira. Lo único bueno de su estancia en el castillo, era que el conde debía de atender las necesidades de su rey y los días que no se encontraba en Brushland (nombre con el que bautizó el conde al castillo y los campos de la periferia), los aprovechaba al máximo, ya fuera entablando conversación con los numerosos sirvientes del castillo o dando largos paseos por la costa o alrededor del lago. Tenía que reconocer que los paisajes eran hermosos, hasta que Duncan volvía y aquel precioso paraje volvía a convertirse en un infierno.
Al llegar a tientas hasta la rendija de luz, observo hacia el exterior. Hacía una noche espléndida. Desde su posición tenía una clara visión del vasto campo y la gran costa. Los majestuosos acantilados se mantenían firmes en la penumbra y podía ver en la playa a dos sirvientes del castillo tumbados en la arena contemplando el cielo estrellado. No pudo evitar observarlos con los ojos anegados en lágrimas, pues sabía que nunca podría volver a disfrutar de pequeños placeres como aquel sin sentirse atrapada. Ahora lo único que le quedaba era el recuerdo de su querida Escocia y el saber que en su vientre crecía una nueva vida.
-No te preocupes –Dijo Anne palpando con la mano su casi imperceptible hinchada barriga-. Algún día saldremos tú y yo de aquí y volveremos a las Lowlands.
Afligida, cerró los ojos, dejando que el llanto reprimido saliera en aquella oscura noche.